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En
las noches en que luce el plenilunio,
cuando duerme en el almendro la cigarra
y en el valle muy lejana la guitarra
va rasgando entre las cuerdas su infortunio,
me aletargo entre la paja de mi almiar
y en mi pecho siento henchirse la alharaca,
aspirando el dulce aroma de albahaca,
que me ayuda suavemente a dormitar.
Y allí oculto, bajo túrbida guarida,
sueño alegre que me elevo a las alturas
y me libro de las férreas ataduras
que mantienen a mi alma retenida.
Es un vuelo sideral el que realizo
rodeado de luceros refulgentes
todos ellos de colores diferentes
que me envuelven al mirarlos con su hechizo.
Muy arriba, cuando estoy en las alturas
de ese cielo del que cuelgan las estrellas,
veo lejos, cual dulcísimas centellas,
bellas luces que resaltan la negrura.
Este estado de onirismo que me embarga
me sugiere mil cuestiones inquietantes
cuando observo que las luces más brillantes
son puntadas de una inmensa y negra sarga.
Y pregúntome aterrado, ¿en lo infinito
prevalece la bondad, o es la negrura
la que reina por doquier, en noche oscura,
imperando lo encubierto y lo maldito?
Y desgarran mis entrañas lo que veo:
una inmensa oscuridad interminable
de una negra infinitud abominable
que aprisiona un diminuto camafeo.
Prosiguiendo con mi extraña pesadilla
me pregunto torpemente con tristeza:
Si la luz es la bondad y la belleza,
¿Quien impera en esta negra maravilla?
Si lo oscuro precedió a la humilde albura
en un ente donde todo era la nada
no existiendo ni la luz ni la alborada,
¿Quien logró que palpitase en miniatura?
Y prosigo mi paseo singular
recorriedo aladamente el firmamento,
contemplando humildemente este portento,
mientras duermo entre la paja del almiar...
©
Antonio Pardal
Rivas
13-08-07
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